"Si es debil que muera chico"



"Zamba para no morir”
“... Al morirse en el cielo la luz del día se va.
Quedándome solo al final muerto de sed harto de andar.
Pero sigo creciendo en el hijo que vuelve a nacer, vivo
Una historia me recordará siempre...”

(Esta es una de las estrofas de la canción favorita de Claudio Lucero.
Autor: Atahualpa Yupanqui).


Se niega a prestarle unas cuerdas a un “gringo” que quiere ir al cerro, porque no sabe con quiénes va a salir de excursión. Para él, la seguridad en la montaña es vital.

“Estoy metido en el montañismo porque me gusta la montaña. No hay otro interés. No voy a hacerme rico con esto, porque los milagros no existen. No creo que un tipo con dos pollitos se haga millonario”. Para él, trabajar es esencial.

Claudio Lucero. El hombre de roca, como lo llaman algunos.“Estoy sentado en mi casa, cenando en la noche de Navidad y suena mi radio. Tengo que partir. ¿Por qué? Tengo un compromiso con el Cuerpo de Bomberos de Santiago”. Para él, proteger la vida es fundamental.

Enmarañado, puntiagudo y agrietado por los años. Con recovecos, cumbres y valles interiores de difícil acceso por su vida. Con isotermas diferentes, dependiendo de la altura del debate, por su historia. Claudio Lucero, un iquiqueño difícil de definir sin compararlo con un gran cerro. Tiene años, experiencia, cimas, muertos, naturaleza y vida. Quizás la única diferencia entre ambos es que uno es más imponente que el otro.

A los 16 años llegó a Santiago proveniente de la nortina tierra de campeones. Su padre, contador, trató de imponerle la tradicional profesión familiar, pero la creciente personalidad de Lucero no lo permitió: “No me gusta estar metido en una oficina contando intereses ajenos”.

Un día Lucero padre lo encaró y le dijo:
“O trabajas o estudias, vagos no quiero en esta casa”. Ahí decidió estudiar de noche y trabajar de día como vendedor, en unas minas de sal, y también arando la tierra.

Sus estudios de Educación Diferencial lo llevaron a ejercer, durante largos 17 años, en una escuela hogar de la Casa Nacional del Niño, perteneciente al Servicio Nacional de Salud. “Fue un trabajo maravilloso -cuenta- con huérfanos y abandonados que llegaban en un paquete. Tenía que inscribirlos en el registro civil y hacerlos ciudadanos. Les ponía nombres de alcurnia como Alessandri, Balmaceda o Errázuriz. Luego estudié Educación Física”.

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